Por Óscar Sánchez Márquez
La tragedia que hoy se escenificó en el Senado de la República bien podría haber sido escrita por los antiguos poetas griegos. Una obra donde el estupor y el horror son las emociones predominantes, donde la traición y la ironía se entrelazan en un tejido político que desafía cualquier lógica.
El senador Miguel Ángel Yunes Márquez, hijo del exgobernador de Veracruz, se vistió como héroe, como aquel que, acorralado por las circunstancias, debía anunciar su retiro temporal del cargo. El Senado, ese anfiteatro moderno, esperó con atención cualquier tipo de anuncio por cualquier medio, mientras la sombra de su decisión iba más allá de una simple licencia. En un acto que recordaba las tragedias de antaño, en las que el destino de las ciudades dependía de la voluntad de unos pocos, Yunes Márquez solicitó que su lugar lo ocupara su padre.
El público, ese coro de senadores y observadores, reaccionó como se esperaría en cualquier tragedia clásica: gritos, insultos, acusaciones de traición. “¡Vendido!” y “¡Traidor!” resonaban por el recinto, pues la licencia de Yunes Márquez no era un simple trámite burocrático; era el preludio a una jugada maestra en la que el poder, ese ente omnipresente en las tragedias y la política, cambiaría de manos. El exgobernador Yunes Linares, otrora aliado del PRI y luego del PAN, se veía ahora como el artífice de una posible mayoría calificada a favor de Morena, el mismo partido que lo había acusado de corrupción en tiempos recientes.
Y así, como en las tragedias donde el destino se burla de los héroes, el Senado se convierte en el escenario de un drama donde los personajes traicionan sus principios en aras de un objetivo mayor. Las máscaras caen, los roles se invierten, y lo que antes era vilipendiado, ahora es exaltado.
El público, nosotros, los testigos de esta obra, solo podemos observar cómo se desarrolla el próximo acto, sabiendo que en la tragedia, siempre queda espacio para una última ironía.