Casa CDMX OPINIÓN/Oklahoma 148/El despacho de mi padre.

OPINIÓN/Oklahoma 148/El despacho de mi padre.

por Pablo Luna
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Por: Armando Enríquez Vázquez

*Las opiniones expresadas por los columnistas son independientes y no reflejan necesariamente el punto de vista de MegaUrbe.

Oklahoma 148 es la dirección de la casa donde pase mi infancia y adolescencia, los textos de esta colaboración tienen que ver con esos años y las reflexiones que hago 40 años después.

En la casa de mi infancia en la planta baja estaba el despacho de mi padre, era un cuarto que básicamente contenía la biblioteca de mi padre, una biblioteca que desde mis primeros años de infancia me atraía, entre los primeros libros que recuerdo había dos enormes libros; uno con ilustraciones sobre animales prehistóricos con un gran énfasis en los dinosaurios, muchos años antes de que se popularizaran, pero también de los mamíferos gigantes del cuaternario; mamuts, tigres dientes de sable, ciervos de enormes cornamentas y rinocerontes lanudos.

El otro narraba en sus láminas la historia de los hombres de la prehistoria, descubrí a los neandertales, cromañones, al hombre de Java y las historia que años después me contaría uno de los libros de texto gratuito en la primaria acerca de la Cueva de Lascaux y sus maravillosas muestras de la comunicación y arte primitivo. Las rotundas y redondas diosas de la fertilidad que abren la imaginación de cualquiera. En esos días me limitaba a ver las enormes láminas con las ilustraciones y soñar en encuentros con gliptodontes y triceratops.

Cuando gracias a mi abuelo paterno descubrí la maravilla encerrada entre las tapas de un libro, mi padre sacó de esos libreros tres historias de su infancia que siempre me han acompañado aunque físicamente los libros se hayan desvanecidos en la noche de los tiempos; Robin Hood, La isla del tesoro y Las mil y una noches.

En esos estantes también se encontraba una de las compañeras más importantes durante los trabajos de secundaria y prepa, pero que desde años antes me maravillaba y encantaba hojear: La enciclopedia BARSA con sus pastas en una imitación de piel roja con grecas doradas en el lomo. En aquellos días el conocimiento humano no estaba en ninguna nube o lugar virtual, se encontraba en enormes compilaciones de volúmenes que doscientos años antes idearon un grupo de intelectuales franceses a los que conocemos como los enciclopedistas y que encabezaban hombres como Diderot, D’Alambert, Rousseau y Voltaire entre muchos otros. Fotos, mapas y una serie de maravillosas laminas en acetatos que por capas iban revelando el cuerpo humano, femenino y masculino, de la epidermis a los huesos. Una serie de visiones que me mantenían horas leyendo la anotomía humana e imaginando los diferentes colores que existían en mi interior. Las enciclopedias fueron hasta finales del siglo XX cuando Google e Internet tomaron por asalto la historia de los seres humanos la fuente de mayor conocimiento, por eso la mayoría estaban hechas con papeles pesados y resistentes. La excepción era tal vez el Pequeño Larousse ese monstruoso volumen rojo y con miles de paginas que no solo era un diccionario, tenía pequeñas semblanzas de personajes, medidas, las banderas del mundo.

Con el paso de los años otro de mis libros favoritos era una edición en tela plastificada, roja también con letras doradas, pero su contenido era otro tipo de conocimiento, uno que es básico para los mexicanos: Picardía Mexicana de Armando Jiménez. Que en un principio y de una manera por demás trivial me sirvió para hacerme de un repertorio de: No es lo mismo…, chistes de tres actos y la famosa clasificación de los pedos que el escritor recopiló en su libro. Con el tiempo llegue a apreciar y volverme un cazador de letreros de camiones, una tradición que no se ha perdido.

Había una Divina Comedia enorme con las ilustraciones de Gustave Doré que leí durante un verano.

Mi padre ponía sus nuevas adquisiciones en los estantes, una mañana descubrí un libro de editorial Novaro, la portada mostraba a un grabado con una pareja en una barca y el título era ¡Sálvese quien pueda! Era una antología de textos de Jorge Ibargüengoitia. A partir de ese momento el guanajuatense se convirtió uno de mis escritores favoritos, los diferentes libros y antologías de su obra me han acompañado a lo largo de mi vida, y siempre lo estoy releyendo.

También en ese pequeño despacho descubrí a Rius y Quezada. La caricatura del Equipo de Comales aplicándole un triple play a los Yanquis de Nueva York siempre ha sido una de mis preferidas, junto con las historias de Eduviges una ancianita que le gustaba ir a llorar al cine y que redujo tanto su tamaño por la pérdida de liquido que se encogió y fue enterrada en una caja de cerillos, así como la historia del perro callejero Solovino que fue atropellado en el periférico.

En aquel despacho casi siempre oscuro además de los libros de mi padre, se encontraban discos LP y algunos de 45rpm que sobrevivían a los cambios tecnológicos, el único cuadro que recuerdo al interior del pequeño cuarto es una imagen del Foro Romano que aun está en la casa de mi madre. Algunos soldados napoleónicos adornaban las repisas, así como una réplica de un avión de la II Guerra Mundial y un portaviones de Lodella que mi padre armó en mis más vagos recuerdos y en una época en la que no tenía que lidiar con las demandas de atención de sus 7 vástagos.

Durante más de diez años el despacho de mi padre fue un extraño templo, frecuentado casi a diario por mí, en el que encontré libros y lecturas fundamentales entonces y voces diferentes de todo tipo, de muchos lugares y épocas, de Homero a Gustavo Sainz, Oscar Wilde, Mariano Azuela, Mauricio Magdaleno y aunque el descubrimiento del placer de la lectura se lo debo a mi abuelo paterno, fue ese pequeño despacho el que afianzo mi vicio y curiosidad por la lectura.  

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