México.- En 1998 tomé posesión como gobernador de Zacatecas, un estado que en ese momento atravesaba una de las peores sequías de su historia. Quienes hemos crecido en una familia campesina sabemos lo que significa depender de las lluvias para que la siembra crezca y para que el ganado se alimente de manera adecuada.
Por eso, una de las primeras acciones que tomé fue implementar medidas para tratar de poner fin a la sequía; hicimos de todo: invertimos en infraestructura hídrica, utilizamos métodos en ese entonces de vanguardia, como bombardear las nubes con yoduro de plata para que lloviera, y hasta contratamos los servicios de un chamán.
Enfrentar las sequías fue una constante a lo largo de todo el sexenio, y combatirlas implicó destinar recursos suficientes, cercanos a los 12 mil millones de pesos, que fueron invertidos, en parte, en la construcción de presas, bordos de retención del agua, nuevas perforaciones (en donde las cuencas hidrológicas lo permitían) y para dotar a poblados y ciudades de agua potable.
El agua siempre ha sido un bien codiciado y, aun así, la humanidad lo ha tratado como si fuera infinito, cuando en realidad está en peligro de extinción. El resultado: el mundo se está secando.
En la Ciudad de México, la extracción de agua es un 80 por ciento más rápida que su regeneración; de seguir a este ritmo, se podría agotar en diez años, y lo mismo sucederá en Ciudad Juárez dentro de dos décadas. Mientras tanto, para algunos estados de la República estas profecías del final del fluido se están convirtiendo en realidad.
Las presas de Sonora, uno de los estados del norte más golpeados por las sequías, se encuentran en un 21 por ciento de almacenamiento, lo que pone en riesgo no sólo las actividades productivas de las que depende la entidad federativa, como la agricultura y la ganadería, sino el propio consumo humano de las y los habitantes. Lo mismo está sucediendo en Nuevo León, en donde las presas que abastecen a las zonas metropolitanas se han vaciado y el gobierno ha restringido el suministro del líquido.
Éstos son sólo algunos ejemplos de la gravedad del problema del agua en nuestra nación y la urgencia con la cual éste se debe atender pues, más allá de ser algo aislado o específico de ciertas regiones, afecta a casi todo el territorio nacional, y como muestra están los resultados más recientes del Monitor de Sequía en México, que alarmantemente señala que más del 74 por ciento del país se encuentra anormalmente seco o con algún grado de sequía.
La salida fácil es culpar de esta situación a la falta de lluvias o a las fuerzas de la naturaleza; lo difícil es aceptar que el daño al medio ambiente ha sido tan profundo que se deben tomar medidas inmediatas para contrarrestar el problema.
Los modelos de negocio y producción sustentables y la concientización social deben estar acompañados de acciones gubernamentales que puedan prever y solucionar el problema de la escasez. Existen ejemplos —como el de Singapur— que demuestran que, aunque el acceso a fuentes de agua sea nulo o limitado, es posible diseñar políticas y construir modelos que aseguren su sostenibilidad.
Desde 2012, nuestra Constitución reconoce el acceso al agua como un derecho humano. Sin embargo, uno de los pendientes legislativos más importantes es el contar con un marco normativo integral que dote al Estado de herramientas suficientes para generar un esquema que se aleje de la privatización del líquido, y que no priorice su acceso a las grandes industrias, sino a las grandes mayorías que la requieren para subsistir.
Nadie puede vivir sin agua, por ello, así como la inseguridad pública, el alza en los precios y la desaceleración económica son hoy los grandes temas que preocupan a la sociedad. La escasez de agua debe ser uno de los temas de principal atención para los gobiernos. Sueña extraño, pero debemos cosechar el agua.