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Por Óscar Sánchez Márquez
La crispación política generada por la propuesta presidencia de llevar a cabo una reforma electoral plantea nuevos escenarios que, no es aventurado decir, definirán el rumbo de la madre de todas las contiendas, la elección presidencial de julio del 2024.
Para el grupo en el poder, el morenismo, generar un nuevo INE, menos obeso, más austero, transparente, eficaz y honesto, pasa por una reforma electoral a la que, de acuerdo a la narrativa oficial y oficiosa, se oponen precisamente los grupos que defienden el statu quo, es decir conservadores, corruptos, cínicos, antidemocráticos y desvergonzados, como reza el discurso presidencial.
El debate se ha encendido por las implicaciones de una reforma electoral que, dicho por diversos grupos de la sociedad, actores y liderazgos políticos de vieja data, disminuirá la solidez de las instituciones democráticas del país, cuya transformación de fondo comenzó a partir de la controversial elección presidencial de 1988 en la que oficialmente Carlos Salinas de Gortari le ganó al candidato del Frente Democrático Nacional, Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano.
La sombra del mayor fraude electoral en 1988 dio como resultado, precisamente, la ciudadanización y democratización de los órganos electorales. Ya no se quería que se cayera el sistema, como justificó en su momento Manuel Bartlett Díaz o que “votaran los muertos”, como se llegó comprobar.
De esta forma, en el escenario político hay dos corrientes principales que se confrontan en torno a una nueva reforma electoral.
Los que ya no confían en el actual INE y sus consejeros, comenzando con Lorenzo Córdova, y los que defienden la vigencia de la democratización de los órganos electorales.
Ambos bandos parten de una retórica débil porque, para algunos el actual INE se ha corrompido política y moralmente en su actuación y ya no genera confianza. Organizan elecciones muy caras, poco transparentes, muy burocratizadas y con una imparcialidad cuestionable.

Reforma, zócalo y narrativa: coctel disruptor – Opinión