Por: Armando Enríquez Vázquez
*Las opiniones expresadas por los columnistas son independientes y no reflejan necesariamente el punto de vista de MegaUrbe.
Oklahoma 148 es la dirección de la casa donde pase mi infancia y adolescencia, los textos de esta colaboración tienen que ver con esos años y las reflexiones que hago 40 años después.
Desde mi infancia entrar al cine era algo extraordinario, más que asistir a un estadio, incluso más catártico que la iglesia para un creyente verdadero. Lo que sucedía al apagarse las luces del recinto e iniciar la proyección del Noticiero Continental y lo que hoy llamamos en nuestro prefecto espanglish trailers y entonces conocíamos más castizamente como cortos o avances, que nos invitaban a regresar, era una experiencia única e irrepetible, aunque se tratara de la misma cinta. Subir las escaleras o esperar la apertura del lobby de la sala era el preámbulo de que algo maravilloso estaba por suceder, comparable únicamente al abrir un libro y permitir que las primeras palabras ejerzan su seducción en el alma. A la entrada de los cines enormes vitrinas llenas de fotografías del rodaje o de escenas de la película que se exhibía o de las próximas en ser exhibidas, eran el presagio del milagro que estaba por suceder.
La oferta de los cines se reducía a los estrenos mexicanos de la época; los churros nacionales y aquel breve momento de gloria en la producción de principios de los setenta cuando dentro del populismo y demagogia; Luis Echeverría y su hermano Rodolfo decidieron hacer del cine nacional otra de sus cajas chicas y mina de oro para productores mediocres o falsos que se aprovecharon del llamado Banco Cinematográfico que prestó dinero a diestra y siniestra y sin garantía alguna, aun así películas como México Reed Insurgente de Paul Leduc, El Profeta Mimí de Pepe Estrada, El principio de Gonzalo Martínez, Mecánica nacional y Las fuerzas vivas de Luis Alcoriza, El castillo de la pureza dirigida por Arturo Ripstein, fueron las excepciones que permitieron el regreso de los mexicanos a ver su cine y llenar las salas importantes de la capital, mientras los otros, autonombrados directores de cine, huían con el dinero de los mexicanos a cambio de nada.
Fue en salas enormes como arenas de lucha donde vi mis primeras cintas de Muestra Internacional de Cine con mi abuela materna que me llevó a ver El niño salvaje de Francois Truffaut y Derzu Uzala de Akira Kurosawa y tan sólo unos años después mientras estaba en la secundaria compré con los ahorros de mis domingos mi primer pase para una Muestra Internacional de Cine que se veía en los años setenta únicamente en el Cine Roble, que murió en 1985 con el terremoto. Su lugar lo ocupa hoy un recinto donde se llevan a cabo otro tipo de espectáculos menos dignos y más actuados; es la sede de la Cámara de Senadores de la República. En aquellos años después de dos semanas de cintas de todo el mundo, la Muestra terminaba con un blockbuster gringo en otro cine extinto, el Cine Latino, donde vi Encuentros cercanos del tercer tipo de Spielberg y una de mis películas favoritas de todos los tiempos Alien de Ridley Scott.
El cine como sala de exhibición, fue un recinto sagrado, una utopía llena de aventuras, historias desgarradoras y personajes a los que quería parecerme, inspiración para textos e ideas primarias que vaciaba en cuadernos. Pero también era un lugar lleno de personas que iban al cine a decir tonterías y hablar cuando no debían. Una vez fui con mi hermano Gonzalo a ver Vestida para matar de Brian de Palma a unos cines que había en la pequeña plaza que esta sobre Insurgentes sur, frente al Parque Hundido, donde hoy están las oficinas de una empresa de seguridad. Yo había visto la película una semana antes y quería volver a verla.
Delante de nosotros en la fila para entrar en la sala, había una pareja de imbéciles que en su charla de enamorados a él se ocurrió revelarle a ella quien era el asesino en la cinta. Mi hermano después de la muy merecida mentada de madre a la pareja no vio la película a gusto.
Claro que había otros problemas; como muchas cosas en México de antaño, la mayoría de las salas de cine pertenecían al gobierno federal que los mantenía en el peor estado posible. La empresa estatal se llamaba COTSA (Compañía Operadora de Teatros). Siempre había a la entrada un burócrata de traje caqui o verde luido y lentes de vidrio verde al estilo el máximo líder sindical del país; Fidel Velázquez, que sin inmutarse recogía los boletos.
Las palomitas no se hacían en la dulcería, llegaban al cine en enormes bolsas de plástico, amarillas, secas y sospechosamente inodoras, se vaciaban en vitrinas con el eterno foco de tungsteno de 100 watts para calentarlas. Copas de plástico con una porción que hoy consideraríamos raquítica de helado napolitano y las cajitas de Pon pon’s de Sanborn’s. Las butacas tenían una separación entre una y otra menor a los 15 cm., lo que por un lado ayudaba a tener esa rodilla del que se sentaba atrás de uno como parte integrado del respaldo y la rodilla propia como parte del respaldo del que tenía uno enfrente, era una arquitectura muy humana.
Por otro esa separación impedía a las personas de cierta altura sentarse a la mitad de la fila a menos de que fuera en la primera línea de butacas. Durante décadas me ví obligado a sentarme en el asiento junto al pasillo para poder sentarme en diagonal y no lastimarme las rodillas. Lo mejor era entrar con las luces apagadas porque así no te enterabas que era aquel revestimiento pegajoso que era común a la mayoría de las salas de cine y lo peor fue que con los años comenzaron a aparecer un gran número de gatos en ciertas salas de COTSA y aun así el gobierno lanzó una campaña de publicidad con la llegada de las primeras video caseteras que decía el cine se ve bien en el cine o una tarugada similar. La única ventaja era que ciertos cines tenían Permanencia Voluntaria, lo que significaba que una vez pagado el boleto podías quedarte en el cine todo el día, a veces este tipo de cines tenían doble función por lo que vías dos películas por el precio de una.
El cine dejó de ser una experiencia agradable conforme pasaron los años; nunca faltaban los que utilizaban la sala para platicar sobre otros asuntos, lo que iban tratando de adivinar la trama en voz alta y si su pronóstico se volvía realidad lo celebraban como quien corea un gol. Los que masticaban su gaznate con la boca abierta haciendo un ruido que opacaba los efectos especiales de la cinta, el que te clavaba las rodillas en el respaldo del asiento. Estos males con el tiempo y la llegada de las video caseteras, dvd, blurays y las recientes plataformas sólo han logrado vulgarizar la experiencia de acudir a la sala a su máxima expresión, hoy la gente piensa que puede entrar al cine para comportarse de la misma forma que lo hace en la sala de su casa y no porque haya sido el espectador modelo en mi vida, cometí muchas impertinencias sentado o intentando sentarme antes de iniciar la cinta.
Pero cuando las luces se apagan uno se calla y deja que la magia suceda. De la misma manera creer que la sala de cine es la extensión natural de la sección de comida rápida del centro comercial ha transformado el cine en una experiencia aromática que no necesariamente es la más deseada y apetitosa. A lo mejor si en las zonas de venta de alimentos se incluyeran garnachas y tacos al pastor la sala sería más atractiva.
La llegada de los celulares y los millenials sólo han empeorado esa experiencia antes maravillosa. Afortunadamente ahora hay funciones en las mañanas entre semana que nos permiten ir al cine y tener a pocos o ningún otro ser humano en la sala.
Lo que la pandemia nos ha enseñado, yo lo he sabido y practicado por más de veinte años; no es necesario, ni imprescindible ir al cine hoy tenemos muchas opciones para ver las películas, documentales y cortos, a la hora, en el momento y el día que se me de la gana o tenga el tiempo para hacerlo, pero lo más importante sin que el prójimo nos joda la experiencia. Hoy que Cinemex anuncia cierre de salas, lo único triste es que nunca se hayan dado cuenta de lo que estaba sucediendo a diferencia de Cinépolis que desde hace años ya tiene la opción de Cinépolis Click.
En los setenta y ochenta no existían opciones para ver películas de viejas o de un par de meses atrás si hay no en la cartelera. Pero eso será tema de otro texto sobre mi educación cinematográfica.