Por Oscar Sánchez Márquez
Con estupor e indignación la sociedad mexicana observó o que será quizá la mayor expresión de desdén a una sociedad que exige justicia, y al mismo tiempo la elusión de un mandatario cuyo Estado ha quedado rebasado. La expresión presidencial de “no oigo”, como reacción a una demanda social de respuestas frente a la auto masacre de cinco jóvenes de Jalisco, es eso, un Estado sin respuestas.
No es solo expresión del otoño del patriarca, es decir el ocaso del mandato del presidente Andrés Manuel López Obrador. Para muchos Es más que eso, es el fracaso de un mandatario ante una sociedad inmersa en una violencia galopante y demencial, es el intento de legitimar un autismo de Estado ante la ausencia de soluciones a problemas concretos.
Pensar que el dicho presidencial es una ocurrencia más o una evasiva más a la realidad social de México es minimizar la magnitud de lo que representa un gobierno distante de sus gobernados. En el contexto actual, argumentar sordera por parte de la máxima autoridad del país equivale a esconderse ante realidades adversas.
¿En qué radica la gravedad de la omisión presidencial sintetizada en un “no oigo”?
Primero, en la falta de sensibilidad para con víctimas y deudos de los cinco jóvenes que fueron asesinados por el crimen organizado, quienes además fueron invisibilizados, por el propio gobierno federal, en su doble condición, de mexicanos y de víctimas.
Segundo, por soslayar la actuación de grupos criminales que ya no solo desafían al gobierno y al Estado, sino que ahora han escalado un nuevo peldaño en la escalera de la barbarie y han llevado a sus víctimas a convertirse en asesinos de sus propios amigos y compañeros de tragedia, normalizando nuevas formas criminales.
Tercero, porque se sigue pensando que la delincuencia y el crimen organizado es responsabilidad de las administraciones pasadas y que a este gobierno no le toca, no le corresponde, resolver lo que los anteriores dejaron, en una visión simplista, vengativa y omisa, por que se piensa que la sociedad debe pedir cuentas al pasado y no al presente.
Cuarto. La gravedad del “no oigo”, está en que el presidente sigue pensando que nadie le puede imponer una agenda, por grave que sea el hecho del que se busque una postura o una respuesta. Un tufo de autocracia se esconde en la pretensión, fallida, por cierto, de hacer creer que, si el presidente no aborda un tema, éste no es relevante o no merece ser relevante en la agenda pública nacional.
Quinto, porque exhibe a un país huérfano, no sólo de autoridades, sino de apoyos sociales y morales para enfrentar lo que es ya a la vista de propios y extraños, la mayor tragedia nacional, el florecimiento de grupos criminales que a través del terror y la barbarie arrebatan minuto a minuto los espacios que le corresponden al gobierno en sus tres niveles, pretendiendo hacer creer a la sociedad que el “abrazos no balazos” funciona y creyendo que los indicadores a la alza de violencia y homicidios en el país es sólo una maquinación de la prensa neoliberal y corrupta.
Carlos Salinas de Gortari nunca logró superar esa expresión dictatorial de: “ni los veo ni los escucho” con que pretendió ignorar protestas de perredistas en el Congreso de la Unión. Vicente Fox vive con el estigma de ser un presidente incapaz e insensible por su lamentable “y yo por qué”; Enrique Peña Nieto vive su exilio político cargando la loza de su temeraria consigna de “ya sé que no me aplauden” y ahora Andrés Manuel López Obrador, superando todas los anteriores autorevelaciones, pasará a la historia con la pequeñez de su visión verbalizada en el “no oigo”, con el que quiso, sin lograrlo, esconderse en sus propias trampas.
El texto original de este artículo fue publicado por la Agencia Quadratín en la siguiente dirección: https://www.quadratin.com.mx/opinion/autismo-de-estado/